🜂 CAPÍTULO III
Kael, Guardián del Umbral
El Umbral dormía bajo una quietud de siglos.
No había noche ni día, pero algo en su pulso cambió: un temblor suave, un rumor que venía de lo más profundo.
Lía lo sintió antes de verlo.
Era como si una presencia antigua se hubiera despertado, extendiendo sus alas sobre la bruma.
Caminaba entre las torres de luz que contenían sus vidas pasadas.
Cada una había comenzado a apagarse lentamente, como si el acto de recordar las liberara.
El silencio se volvió más pesado, cargado de una expectación que parecía tener forma.
Y entonces lo vio.
Al principio creyó que era un reflejo, una ilusión creada por su deseo.
Pero el aire cambió cuando él apareció.
La bruma se apartó, revelando la figura de un hombre de pie sobre el borde del vacío.
Su cuerpo era un entretejido de luz y sombra, como si estuviera hecho de aurora y ocaso al mismo tiempo.
Su cabello flotaba con el viento invisible del Umbral, y en su mirada se reunían todos los amaneceres que Lía había olvidado.
—Kael… —dijo ella, y su voz tembló.
Él sonrió apenas, una sonrisa que no pertenecía a ningún tiempo.
—Has tardado… —respondió—. Pero al fin escuchaste la llamada.
Lía avanzó con cautela.
Cada paso hacía vibrar el suelo, como si el Umbral contuviera el aliento.
Cuando estuvo frente a él, comprendió que su rostro no era el de un hombre, sino el de una idea: la memoria del amor hecho forma.
—¿Qué eres? —preguntó—. ¿Un recuerdo? ¿Un fantasma?
Kael inclinó la cabeza.
—Soy lo que dejaste al otro lado cuando olvidaste quién eras.
—Entonces… ¿fuiste parte de mí?
—Y tú de mí. Pero al cruzar el Umbral, nos fragmentamos.
Su voz tenía el peso de las estrellas, y sin embargo era cálida, humana.
El silencio los envolvió.
El Umbral pareció suspender su movimiento, atento a su encuentro.
Lía quiso tocarlo, pero el aire entre ambos se volvió denso, casi líquido.
De pronto, imágenes comenzaron a girar a su alrededor: momentos en que sus almas se habían cruzado en distintas vidas —siempre buscándose, siempre perdiéndose—.
Una sacerdotisa y un guardián de fuego.
Una niña y un viajero bajo una lluvia de cometas.
Dos sombras abrazadas en una caverna de cristal.
El mismo lazo, las mismas miradas, separados solo por los velos del tiempo.
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—¿Por qué no lo recordé antes? ¿Por qué tuve que perderte tantas veces?
Kael se arrodilló frente a ella.
Su mano, hecha de luz, rozó la suya.
El contacto fue un estallido de calor y calma, como si la existencia entera los reconociera.
—Porque el amor, para ser eterno, debe aprender a morir —dijo—. Solo lo que se pierde puede renacer.
Lía lo miró a los ojos, y en ellos vio su propio reflejo.
Entendió que no eran dos seres distintos, sino dos mitades del mismo eco.
El Umbral no era un lugar, sino un espejo que los había separado para que pudieran encontrarse de nuevo.
De pronto, la calma se quebró.
El suelo se agitó bajo sus pies, y el cielo —si es que lo había— se fracturó en líneas de fuego.
Una voz profunda resonó desde el fondo del vacío:
—Nadie cruza sin dejar su sombra.
Kael se levantó.
Su mirada cambió: se volvió grave, resuelta.
—El Umbral exige equilibrio. Si lo cruzas con el corazón completo, el eco se rompe. Si cruzas vacía, el eco se extingue.
—¿Entonces qué debo hacer? —preguntó Lía.
Kael alzó la vista hacia la grieta luminosa que se abría sobre ellos.
—Recordar. Todo. Incluso el dolor.
El aire vibró, y una corriente invisible la envolvió.
Vio desfilar sus vidas, una tras otra: los amores, las pérdidas, las muertes, las promesas incumplidas.
Sintió cada emoción con la intensidad del primer instante.
Y cuando todo el peso del tiempo la aplastó, Kael la sostuvo entre sus brazos de luz.
—No temas —susurró—. La memoria no es una carga… es el mapa del alma.
El Umbral rugió, pero no con furia, sino con aceptación.
El resplandor los envolvió por completo.
Y cuando Lía abrió los ojos, ya no había bruma, ni sombras, ni distancia.
Solo Kael, sonriéndole, y un puente de luz extendiéndose ante ambos.
El Umbral se había abierto.
Y detrás de él, algo los esperaba: el corazón de todos los ecos.


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