En la costa donde el mar nunca descansa y las estrellas se reflejan como brasas hundidas, los pescadores susurran una advertencia:
“Cuando la luna se divida sobre las aguas, no mires hacia el horizonte.
Podrías ver lo que el mundo olvidó.”
Dicen que, en esas noches sin viento, dos barcos idénticos emergen del océano. No navegan, flotan. No avanzan, esperan. Son los Barcos del Silencio, custodios de un pacto que ni el tiempo ni la muerte han podido romper.
Sus velas son blancas, pero no reflejan la luz: la beben. Y su madera no cruje, pues no fue tallada por manos humanas. Nadie los ha visto zarpar ni llegar a puerto. Solo aparecen, siempre enfrentados, con la luna suspendida justo entre ellos, como un ojo que observa y calla.
Cuentan que hace siglos, cuando el mar todavía tenía voz, dos reinos costeros libraron una guerra que duró más que la memoria. Sus flotas se enfrentaron una última noche, bajo una luna roja. El combate fue tan brutal que el propio océano se cerró sobre los barcos, tragándolos a todos.
Solo dos naves quedaron a flote: una del norte y otra del sur. Los capitanes, hermanos de sangre separados por el orgullo, se miraron por última vez antes de que un rayo de luna los partiera en dos. Desde entonces, sus barcos vagan entre los mundos, buscando reconciliar una promesa rota.
Los antiguos dicen que los vientos que soplan del oeste son sus suspiros, y que las olas que chocan sin razón alguna son sus intentos de encontrarse. Quien los vea está condenado a escuchar el canto del mar en sueños —un canto que no tiene palabras, solo ecos—.
Y si lo sigue, si alguna noche camina hacia el agua atraído por esa melodía, su reflejo desaparecerá, y él tomará el lugar de un marinero perdido en uno de los barcos.
Así el ciclo continúa.
Dos barcos, una luna, y el silencio como guardián.
Porque el mar, aunque parezca dormido, recuerda.
Y cada siglo, exige que alguien más recuerde con él.
-HLM-

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