🜂 CAPÍTULO II
Los Fragmentos del Alba
El amanecer no existía en el Umbral, y sin embargo, algo semejante comenzaba a nacer.
Una claridad suave se filtraba entre las brumas, como si el vacío recordara por un instante cómo era la luz.
Lía despertó sobre un terreno de cristal líquido.
Cada paso que daba resonaba como una nota en el aire inmóvil, y de su eco nacían pequeñas ondas que parecían expandirse por todo el universo.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde su caída —si es que el tiempo aún tenía algún significado—, pero su interior comenzaba a latir con una fuerza distinta.
Era como si una parte dormida de ella se estuviera abriendo lentamente, empujando hacia la superficie recuerdos que no pertenecían a este lugar.
A su alrededor, el paisaje cambiaba con cada pensamiento.
Cuando sentía miedo, la bruma se oscurecía y se volvía espesa, como una niebla viva que intentaba envolverla.
Cuando recordaba algo hermoso, la niebla se aclaraba y aparecían destellos de color, fragmentos de lugares que tal vez fueron reales alguna vez: un valle dorado, un océano calmo, un cielo cubierto de lunas.
El Umbral respiraba al compás de sus emociones.
Lía comprendió que no caminaba sobre un mundo físico, sino dentro de sí misma.
—Los ecos... —susurró—. Todo aquí soy yo.
Una voz, profunda y distante, respondió:
—No todo. También somos lo que los otros dejaron en nosotros.
Lía se giró.
Frente a ella, una figura comenzaba a formarse a partir de la neblina: un cuerpo hecho de reflejos, una silueta sin rostro, transparente como el cristal del agua.
La figura no caminaba, flotaba, y cada vez que se acercaba, el aire vibraba con un zumbido leve, casi como un canto.
—¿Quién eres? —preguntó Lía, aunque en el fondo ya lo sabía.
—Soy lo que olvidaste —dijo la figura—. Y lo que aún te recuerda.
La voz tenía el eco de Kael, pero no era él.
Era una sombra de su voz, un residuo de su esencia.
Lía quiso tocarlo, pero su mano atravesó el reflejo y sintió un frío que le recorrió el alma.
En ese contacto efímero, una visión se encendió ante sus ojos.
Vio un jardín inmenso, bañado por una luz azul.
En el centro, un árbol cuyas raíces brillaban como hilos de oro atravesaba el suelo y se perdía en el cielo.
A su lado, dos figuras humanas hablaban en silencio.
Una de ellas era ella misma; la otra, Kael.
Sus manos estaban unidas, y entre ambas flotaba un corazón de cristal que contenía una llama.
Pero de pronto, el cristal se agrietó.
Una sombra lo atravesó, y el fuego se apagó.
Lía retrocedió, jadeando.
El reflejo se desvaneció lentamente, dejando tras de sí solo el murmullo del Umbral.
—No… —murmuró—. No quiero olvidar más.
El suelo tembló.
Del horizonte surgieron torres de luz que giraban sobre sí mismas, como espejos giratorios atrapando trozos de memoria.
Cada torre mostraba un fragmento de una historia perdida: una vida, un rostro, una emoción.
Lía comprendió que aquel lugar era un mapa de su alma.
Cada torre representaba una vida anterior, un eco que esperaba ser recordado.
Caminó hacia una de ellas.
Al tocar su superficie, el mundo se fragmentó.
De pronto estaba en una calle antigua, bajo un cielo de cobre.
A su alrededor, la gente pasaba sin verla.
Podía sentir el olor del pan, el murmullo de las voces, el calor del sol sobre su piel.
Y ahí estaba Kael, con otro rostro, otra vida.
Era un pintor que la miraba con ternura desde su taller, con las manos manchadas de colores.
Ella reía, viva, feliz.
Luego, una campana sonó, y todo comenzó a disolverse.
La torre se quebró, devolviéndola al Umbral.
Las lágrimas corrían por su rostro, aunque no sabía si las almas podían llorar.
—Cada vida deja un eco —susurró la voz del Umbral—. Pero el amor los une a todos.
Lía levantó la vista.
Las torres seguían brillando, y comprendió que debía recorrerlas todas.
En cada una, una parte de sí la esperaba.
El Umbral era su espejo, y Kael, la cuerda que unía los fragmentos.
Cerró los ojos y dio un paso adelante, dispuesta a recordar.
El amanecer, ahora sí, comenzó a nacer.

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