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El Umbral de los Ecos - I

 🜂 CAPÍTULO I

Kael y Lia


La Llamada de las Sombras


El resplandor del Umbral no era luz, sino memoria condensada.
  Brillaba sin iluminar, ardía sin calor.
  Lía emergió de aquel respiro eterno como quien despierta en mitad de un sueño ajeno.
  Su cuerpo —si es que aún lo poseía— vibraba con un ritmo que no re
conocía.
  Era una melodía antigua, oculta en la médula de las cosas, el murmullo de un mundo que aún recordaba haber sido real.

A cada paso, el suelo bajo sus pies cambiaba de forma.
  A veces era cristal, otras agua, otras solo vacío.
  El horizonte se curvaba sobre sí mismo, creando un ciclo infinito donde el principio y el fin se       miraban  de frente.
  Cada sonido, cada sombra, era u
na nota en la sinfonía del olvido.

—¿Dónde estoy? —susurró, pero su voz se disolvió antes de alcanzar el aire.

El eco respondió, multiplicándose entre los pliegues del espacio.
  Su propio tono regresó deformado, como si el mundo repitiera sus palabras para aprenderlas.
 
Dónde… estoy… estoy… soy…

Lía cerró los ojos, y por un instante vio el reflejo de una niña corriendo entre campos dorados.
  El viento le acariciaba el rostro, y una risa —su risa— llenaba el aire.
  Pero la imagen se quebró, como un espejo que se resiste a mostrar lo que oculta.
  La
niña desapareció, y solo quedó el rumor de la hierba convertida en polvo.

Sintió un frío profundo, no en la piel, sino en el alma.
  El Umbral susurraba.
  Eran palabras sin lengua, pero cada vibración despertaba algo dormido dentro de ella.

Del silencio surgió un murmullo más claro, distinto, humano.
  —Lía…

Su nombre otra vez.
  Lo escuchó venir desde la lejanía, suave como una plegaria.
  Giró, buscando el origen, pero no había nadie.
  El horizonte se estiraba en todas direcciones, cubierto por un velo translúcido que parecía respirar.

—¿Quién me llama? —preguntó.

El Umbral pareció abrirse como una flor hecha de sombras.
  De su centro brotó una corriente de aire tibio, y en ella flotaban luces diminutas, como luciérnagas atrapadas en un sueño.
  Cada una contenía una imagen fugaz: un rostro, una caricia, una despedid
a.

Lía extendió las manos, y una de las luces se posó en su palma.
  Dentro de ella vio el mar: olas rompiendo contra un acantilado y un hombre de pie observando el horizonte.
  Su figura estaba envuelta en un resplandor tenue, casi dorado.
  Aunque no podía dis
tinguir su rostro, el corazón de Lía se estremeció.
  Lo conocía.
  No recordaba de dónde ni cuándo, pero el eco de su presencia la atravesó con una certeza que dolía.

—Kael… —susurró sin pensar.

Al pronunciar ese nombre, el aire se quebró.
  Las luces comenzaron a girar a su alrededor, y un viento de memorias la envolvió con fuerza.
  El suelo desapareció bajo sus pies, y Lía sintió que caía, no hacia abajo, sino hacia adentro.

Cayó a través de sí misma.
  Atravesó ríos de recuerdos rotos, nombres sin dueño, promesas no cumplidas.
  Vio ciudades construidas de reflejos, rostros que se deshacían en humo, y voces que lloraban sin sonido.
  Cada imagen era un fragmento de lo que alguna
vez fue, y cada fragmento la reclamaba como suya.

—Recuerda… —susurró el Umbral.

El eco se volvió una marea.
  Lía trató de resistirse, pero comprendió que el olvido era una cárcel, y recordar era su llave.
  Se dejó arrastrar por la corriente, y cuando el torbellino cesó, se encontró de pie frente a un espejo de agua suspendido en el ai
re.
  Su reflejo no era el suyo.
  Era el del hombre del acantilado.

Kael.

Su mirada, profunda y serena, atravesaba el velo entre mundos.
  No hablaba, pero sus ojos decían lo que el tiempo había callado.
  Lía sintió que algo en su pecho se abría, y por un instante, recordó todo lo que había amado.

Entonces el Umbral habló por primera vez con voz clara:

—El eco llama a su origen. Pero para cruzar, primero debes recordar tu sombra.

El reflejo de Kael se disolvió, y el espejo se quebró en mil pedazos de luz.
  Lía quedó sola otra vez, envuelta en una calma extraña, como si el universo contuviera la respiración antes del amanecer.
  Sabía que la llamada no era un sueño.
  Era una promesa.

  Y el Umbral, vivo y expectante, aguardaba su decisión.

Dio un paso hacia la bruma.
  La sombra se movió con ella.
  Y así, comenzó el viaje.

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